Un mesero, un chofer de taxi, un ingeniero: los combatientes de Estados Unidos con rumbo a Ucrania

La semana pasada, Yuriy Blazhkevych, un chofer de taxi que vive en Brighton Beach, Brooklyn, estaba de pie en su garaje, viendo en su teléfono imágenes de Ucrania que mostraban edificios con ventanas destrozadas a causa de las explosiones, tanques arrollando autos y gente huyendo para salvar la vida.

Luego, vio fotos de niños muertos.

“Estaba llorando”, dijo Blazhkevych en su casa, menos de 24 horas antes de abordar un vuelo hacia Varsovia, Polonia. “Cada cinco minutos, hay algo nuevo. Entonces, me dije: ‘Veo la guerra en Facebook y escribo en comentarios y lloro o voy y ayudo’”.

Blazhkevych, de 63 años, se mudó a la ciudad de Nueva York de Leópolis, una ciudad al oeste de Ucrania, poco después del colapso de la Unión Soviética en 1991. Blazhkevych comenzó a usar pantalones de mezclilla —los cuales estuvieron prohibidos durante mucho tiempo donde vivía— y a escuchar los álbumes originales de Pink Floyd, no los piratas. Treinta y tantos años más tarde, tiene tres hijos, entre ellos una de 11 años, además de una esposa y una exesposa con quien mantiene contacto cercano. La vida ha sido buena con él.

Y, a pesar de todo, es uno de la creciente cantidad de ucranianos en Nueva York y en todo el país, muchos de los cuales nunca han disparado un arma, que están respondiendo al llamado del presidente Volodímir Zelenski para unirse a la primera línea de defensa en contra de Rusia.

Está Ana Bogdanova, de 37 años, una científica de datos que está cambiando las cafeterías y las tiendas de ropa de East Village en Manhattan por un entrenamiento para usar armas en su ciudad natal, Ternópil. Está Ivan Danyliuk, de 18 años, de Ridgewood, Queens, quien es mesero en Veselka, el popular restaurante ucraniano en East Village que se ha convertido en un centro para que los neoyorquinos muestren su solidaridad. Y está Yuriy Nikolaevich, de 55 años, un ingeniero forestal que ha vivido en Somerset, Nueva Jersey, durante 20 años.

De la gente que ya se fue, se encuentran Bogdan Globa, de 33 años, un activista defensor de los derechos de las personas homosexuales que vive en el Upper East Side de Manhattan y está auxiliando con ayuda humanitaria a lo largo de la frontera polaca, y Andrey Liscovich, de 37 años, un emprendedor tecnológico egresado de la Universidad de Harvard que dejó su empleo en Silicon Valley para combatir en Zaporiyia, el sitio donde está la planta nuclear más grande de Europa, de la cual se acaban de apoderar las fuerzas rusas.

 

“Estoy muerta de miedo, pero eso no cambia nada”, comentó Bogdanova, quien para este artículo solicitó cambiar su apellido por el equivalente de un segundo nombre, porque sus padres, que están en Ucrania, no conocen su decisión.

“Déjame ponerlo así: cuando veo hormigas en la cocina, las junto y las llevo afuera”, comentó Bogdanova. “Me es imposible lastimar a otro ser vivo. Pero en este caso, están destruyendo y bombardeando todos los días. Haré lo que tenga que hacer. Tomaré las armas, no vacilaré”.

Al parecer, tampoco lo hará Blazhkevych, quien hace poco empezó a conducir lento en su auto —al cual le pintó obscenidades para referirse al presidente de Rusia, Vladimir Putin— por Brighton Beach, el hogar de muchos rusos.

Zoryana Blazhkevych y Yan Bocharov, su hija y yerno, saben que es terco. Según ellos, esto explica su decisión y los hace preocuparse más por su bienestar en una zona de guerra.

“Nunca usa calcetines. Hasta cuando nieva, usa chanclas”, comentó Zoryana, medio resignada, mientras estaba sentada con su padre y la más joven de sus hijas, Oksana, de 11 años, en la sala de Blazhkevych, el día previo a su partida a Polonia. El marido de Zoryana agregó: “El hombre odia los calcetines, ¿qué va a hacer cuando necesite usar botas?”.

Ambos rieron un momento, luego se cubrieron los ojos y lloraron bajito. Oksana se quedó callada.

“Oksanka”, le dijo quedito a la niña Yuriy Blazhkevych, usando un término de cariño.

Ella se hundió más en el respaldo del sofá. Él suspiró, se levantó y caminó sin hacer ruido por la sala, con los pies descalzos.

Yuriy Nikolaevich, el ingeniero forestal, es una peculiaridad entre los entrevistados: tiene entrenamiento militar. De joven en la Unión Soviética, aprendió a operar misiles antisubmarinos en San Petersburgo, Rusia.

“Puedo manejar rifles Kalashnikov, armas automáticas, tan solo necesito un par de días”, para familiarizarse de nuevo con las armas, comentó.

Esta semana parte hacia Ivano-Frankivsk, la ciudad al oeste de Ucrania donde creció, y tiene la intención de unirse a la vanguardia en Kiev o en algún otro lado que esté bajo un fuerte ataque más al este.

El consulado de Ucrania en la ciudad de Nueva York ha asesorado a los voluntarios sobre lo que deben empacar, dijo Nikolaevich.

“Nos pidieron que lleváramos muy pocas pertenencias personales, tan solo una bolsa por persona, y nos dieron una lista de equipo y ropa militar”, mencionó Nikolaevich.

Debido a que se están agotando las provisiones, Nikolaevich también lleva más de una docena de bolsas llenas de medicamentos, así como artículos como calcetines térmicos para otros soldados.

Liscovich, el emprendedor tecnológico, dejó San Francisco hace varios días para dirigirse a Zaporiyia, su ciudad natal, con dos cambios de ropa, un panel solar para cargar sus teléfonos y computadora portátil, un sistema de filtración de agua, un equipo de primeros auxilios, 4000 dólares en efectivo y tarjetas de crédito para provisiones. Liscovich voló a Polonia, luego tomó dos trenes a Ucrania. De ahí, aprovechó el viaje de unos bomberos y luego otro de unos extraños.

“Nunca he sostenido un arma más allá de mi pistola de agua”, comentó Liscovich, a quien sus colegas militares han apodado “el Estadounidense”.

Debido a sus antecedentes en el sector tecnológico, fue designado jefe de logística y abastecimientos de la unidad militar local. Ya ha gastado 20.000 dólares en provisiones, gracias a las donaciones que le han enviado a través de Venmo.

Se está hospedando en un hotel enfrente del principal edificio administrativo de la ciudad, similar al que bombardearon los rusos en Járkov, y le preocupa estar expuesto.

“Por ahora, puedo ver la bandera ucraniana desde mi ventana, pero es lo primero que derribarán si toman el control”, afirmó.

Los ataques aéreos durante la noche no lo han dejado dormir, por eso se siente agotado mental y físicamente. Todas las noches baja corriendo ocho pisos y busca refugio en el sótano de su hotel, un búnker antiguo que construyeron los soviéticos en la década de 1970 y ahora les brinda protección a los ucranianos.

“Es justo lo que ves en la serie ‘Chernóbil’ de HBO”, opinó. “De noche, no hay luz. Está oscura y fantasmagórica; es muy escalofriante. Nunca había visto mi ciudad así”.

Según Liscovich, un ávido pianista, una de sus piezas favoritas de música es la Séptima Sinfonía de Beethoven. Ahora viene incluida en un testamento que redactó hace poco en su computadora portátil en el vuelo a Europa.

“Es fúnebre”, comentó. “Pero es la música que se toca después de que mueres, ¿no?”.

The New York Times Company

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